MANIFIESTO CONTRA EL TRABAJO (XVI), 1999

No sólo importa el qué, sino también el cómo

No sólo importa el qué, sino también el cómo

16. La abolición del trabajo

«El “trabajo” es, por su esencia, una actividad no libre, inhumana e insocial, condicionada por la propiedad privada y creadora de propiedad privada. La abolición de la propiedad privada no se hará realidad hasta que no sea concebida como abolición del “trabajo”.»

Karl Marx, Sobre el libro de Friedrich List «El sistema nacional de economía política», 1845

La ruptura categorial con el trabajo no encuentra un campo social objetivamente determinado y acabado como la lucha de intereses limitada inmanentemente al sistema. Es una ruptura con la legitimidad objetiva falsa de una «segunda naturaleza»; o sea, que ella misma no es consumación casi automática, sino conciencia negadora: rechazo y rebelión sin el respaldo de alguna «ley de la historia». El punto de partida no puede ser un nuevo principio abstracto general, sino solamente el hastío ante la propia existencia como sujeto del trabajo y la competencia y la negación categórica a tener que seguir funcionando así a un nivel cada vez más miserable.

«El punto de partida no puede ser un nuevo principio abstracto general, sino solamente el hastío ante la propia existencia como sujeto del trabajo y la competencia y la negación categórica a tener que seguir funcionando así a un nivel cada vez más miserable. […] En el capitalismo hay una gran cantidad de malestar presente, pero éste se ve relegado a la clandestinidad sociopsíquica. No se acaba con él. Por eso le hace falta un nuevo espacio mental libre, para hacer pensable lo impensable. Hay que romper el monopolio de interpretación del mundo que tiene el campo del trabajo. A la crítica teórica del trabajo le toca desempeñar, en consecuencia, el papel de catalizador. Tiene el deber de atacar frontalmente las prohibiciones de pensamiento dominantes, y de expresar abierta y claramente lo que nadie se atreve a saber, pero muchos sospechan: que la sociedad del trabajo ha llegado a su fin definitivo».

Pese a su predominio absoluto, el trabajo nunca ha conseguido acabar completamente con toda la aversión que provocan las imposiciones por el implantadas. Junto a todos los fundamentalismos regresivos y toda la locura competitiva de la selección social, también hay un potencial de protesta y resistencia. En el capitalismo hay una gran cantidad de malestar presente, pero éste se ve relegado a la clandestinidad sociopsíquica. No se acaba con él. Por eso le hace falta un nuevo espacio mental libre, para hacer pensable lo impensable. Hay que romper el monopolio de interpretación del mundo que tiene el campo del trabajo. A la crítica teórica del trabajo le toca desempeñar, en consecuencia, el papel de catalizador. Tiene el deber de atacar frontalmente las prohibiciones de pensamiento dominantes, y de expresar abierta y claramente lo que nadie se atreve a saber, pero muchos sospechan: que la sociedad del trabajo ha llegado a su fin definitivo. Y no hay la más mínima razón para lamentar su fallecimiento.

Sólo la crítica del trabajo formulada expresamente y el correspondiente debate teórico pueden crear esa nueva contrainformación, que es condición indispensable para que se constituya un movimiento social práctico contra el trabajo. Las disputas internas dentro del campo del trabajo se han agotado y se hacen cada vez más absurdas. Tanto más apremiante es redefinir las líneas sociales del conflicto, a lo largo de las cuales se puede formar una coalición contra el trabajo.

«El programa contra el trabajo no se alimenta de un canon de principios positivos, sino de la fuerza de la negación. Si la imposición del trabajo supuso la expropiación de la gente de las condiciones de su propia vida, entonces la negación de la sociedad del trabajo sólo puede consistir en que la gente se vuelva a apropiar de sus relaciones sociales a un nivel histórico más alto».

Lo que sí se puede es bosquejar en líneas generales qué metas se pueden plantear de cara a un mundo más allá del trabajo. El programa contra el trabajo no se alimenta de un canon de principios positivos, sino de la fuerza de la negación. Si la imposición del trabajo supuso la expropiación de la gente de las condiciones de su propia vida, entonces la negación de la sociedad del trabajo sólo puede consistir en que la gente se vuelva a apropiar de sus relaciones sociales a un nivel histórico más alto. Los enemigos del trabajo van a impulsar, por tanto, la constitución en todo el mundo de federaciones de individuos asociados libremente que le arrebaten los medios de producción y de existencia a la máquina vacía del trabajo y la explotación y los tomen en sus propias manos. Sólo en la lucha contra la monopolización de todos los recursos sociales y potenciales de riqueza por los poderes alienantes del mercado y del Estado es posible conquistar los espacios sociales de la emancipación.

«En la crisis de la sociedad del trabajo, tanto la propiedad privada como la propiedad estatal se vuelven obsoletas, porque ambas formas de propiedad presuponen en la misma medida el proceso de explotación».

Por lo que a esto se refiere, hay que atacar la propiedad privada de una manera nueva. Para la izquierda, hasta ahora, la propiedad privada no era la forma jurídica del sistema productor de mercancías, sino nada más que el subjetivo «poder de disposición» ominoso de los capitalistas sobre los recursos. Así pudo surgir la idea absurda de querer superar la propiedad privada sobre la base de la producción de mercancías. De ahí que, por lo general, pareciese que lo opuesto a la propiedad privada había de ser la propiedad del Estado («estatalización»). Sin embargo, el Estado no es otra cosa que la comunidad forzosa externa o la generalización abstracta de los productores de mercancías socialmente atomizados; y, por tanto, la propiedad del Estado, sólo una forma derivada de la propiedad privada, independientemente de que se le aplique el adjetivo «socialista» o no.

En la crisis de la sociedad del trabajo, tanto la propiedad privada como la propiedad estatal se vuelven obsoletas, porque ambas formas de propiedad presuponen en la misma medida el proceso de explotación. Justo por eso, los medios objetivos correspondientes quedan progresivamente en desuso y permanecen cerrados. Y los funcionarios estatales, empresariales y judiciales se cuidan celosamente de que eso siga así y de que los medios de producción se pudran antes que ser usados para otros fines. De ahí que la conquista de los medios de producción mediante asociaciones libres, contra la administración estatal y judicial impuesta, sólo pueda significar que esos medios de producción ya no se van a movilizar en forma de producción de mercancías para mercados anónimos.

›Las instituciones enajenadas del mercado y del Estado son sustituidas por un sistema escalonado de consejos, en los que las asociaciones libres –desde el barrio hasta un nivel mundial– determinan el flujo de los recursos según los puntos de vista de una razón sensual, social y ecológica. […] El fin absoluto del trabajo y el «empleo» ya no determina la vida, sino la organización del uso sensato de posibilidades comunes, que no es comandada por una «mano invisible» automática, sino por una actuación social consciente. La riqueza producida es aprehendida directamente según las necesidades, y no según la «capacidad de compra». Junto con el trabajo, desaparece la generalización abstracta del dinero así como la del Estado. En lugar de las naciones separadas surge una sociedad mundial que ya no necesita fronteras, en la que todas las personas se pueden mover libremente y apelar al derecho universal de acogida en cualquier sitio de su elección».

En lugar de la producción de mercancías aparece la discusión directa, el acuerdo y la decisión común de los miembros de la sociedad sobre el uso adecuado de los recursos. Se genera una identidad socio-institucional de productores y consumidores, impensable bajo el dictado del fin absoluto capitalista. Las instituciones enajenadas del mercado y del Estado son sustituidas por un sistema escalonado de consejos, en los que las asociaciones libres –desde el barrio hasta un nivel mundial– determinan el flujo de los recursos según los puntos de vista de una razón sensual, social y ecológica.

El fin absoluto del trabajo y el «empleo» ya no determina la vida, sino la organización del uso sensato de posibilidades comunes, que no es comandada por una «mano invisible» automática, sino por una actuación social consciente. La riqueza producida es aprehendida directamente según las necesidades, y no según la «capacidad de compra». Junto con el trabajo, desaparece la generalización abstracta del dinero así como la del Estado. En lugar de las naciones separadas surge una sociedad mundial que ya no necesita fronteras, en la que todas las personas se pueden mover libremente y apelar al derecho universal de acogida en cualquier sitio de su elección.

La crítica del trabajo es una declaración de guerra al orden dominante y no una coexistencia pacífica en los resquicios de sus imposiciones. El lema de la emancipación social sólo puede ser: «¡Cojamos lo que necesitamos! ¡No nos arrastraremos por más tiempo de rodillas bajo el yugo de los mercados de trabajo y la administración democrática de la crisis!». La condición previa para esto es el control de las nuevas formas de organización social (de asociaciones libres, consejos) sobre las condiciones de reproducción de toda la sociedad. Tal pretensión diferencia fundamentalmente a los enemigos del trabajo de los políticos de los resquicios y las almas cándidas del socialismo de jardín de casa.

El dominio del trabajo divide al individuo humano. Separa el sujeto económico del ciudadano, el animal de trabajo de la persona en su tiempo libre, lo abstractamente público de lo abstractamente privado, la masculinidad producida de la feminidad producida; y enfrenta al uno individualizado con su propio contexto social, como un poder ajeno que lo domina. Los enemigos del trabajo persiguen la abolición de esta esquizofrenia mediante la apropiación concreta del contexto social por personas que actúan de manera consciente y autorreflexiva.

«La crítica del trabajo es una declaración de guerra al orden dominante y no una coexistencia pacífica en los resquicios de sus imposiciones. […] El dominio del trabajo divide al individuo humano. Separa el sujeto económico del ciudadano, el animal de trabajo de la persona en su tiempo libre, lo abstractamente público de lo abstractamente privado, la masculinidad producida de la feminidad producida; y enfrenta al uno individualizado con su propio contexto social, como un poder ajeno que lo domina. Los enemigos del trabajo persiguen la abolición de esta esquizofrenia mediante la apropiación concreta del contexto social por personas que actúan de manera consciente y autorreflexiva».

Recordatorio sesión próximo Jueves 14 de Mayo Seminario 2014-15

Siempre elijo el lado equivocado del capitalismo

Siempre elijo el lado equivocado del capitalismo

Os recordamos que la novena sesión del Seminario Teoría Crítica del Valor-Trabajo II  tendrá lugar el jueves 14 de Mayo de 2015, de 17:00 a 20:00 con un descanso intermedio, en la Librería Enclave, de la calle Relatores, 16, 28012, Madrid, teléfono 913 69 46 49. 

Los textos que os enlazamos, en esta ocasión, son cinco textos, de momento: un primer texto, breve, de Robert Kurz, El declive de la clase media. Santiago Salvador nos hablará de otro segundo texto, de Charles Tilly, de su obra Movimientos sociales 1768-2008, trata sobre Democratización y movimientos sociales. El tercer texto de Karl Heinz RothEn lugar de un resumen: represión capitalista y lucha obrera, expone la lucha obrera en los primeros años setenta. Un cuarto texto, significativo en este debate, de György Lukács, Consciencia de clase, capítulo de su importante obra Historia y conciencia de clase, de 1923; y finalmente Lurdes Martínez utilizará un último texto, del libro Chavs, La demonización de la clase obrera, de Owen Jones, con el que enriquecer estas diferentes perspectivas sobre este tema.

En la página de textos auxiliares de esta sesión novena, hemos incorporado un texto complementario de Robert Kurz, La persona flexible, epilogo al Manifiesto contra el trabajo, y que sirve de apropiado acompañamiento al texto aportado del mismo autor, El declive de la clase media.

Manifiesto contra el trabajo (XIV), 1999

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Francamente no nos interesa más seguir hablando del trabajo

14. El trabajo no puede ser redefinido

«Los servicios sencillos, relativos a personas, pueden aumentar tanto el bienestar material como el inmaterial. Así puede crecer la sensación de bienestar de los clientes, si los prestadores de servicios se ocupan del trabajo propio más pesado. Y a la vez, aumenta la sensación de bienestar de los prestadores de servicios, al aumentar la autoestima gracias a esta actividad. Llevar a cabo un servicio sencillo, relativo a personas, es mejor para la psique que estar en paro.»

Informe de la Comisión sobre Cuestiones de Futuro de los Estados Libres de Baviera y Sajonia, 1997

«Sujétate con fuerza al conocimiento que se acredita al trabajar, porque la naturaleza misma lo confirma y le da su sí. Ciertamente, no tienes más conocimiento que el adquirido trabajando; todo lo demás no es más que una hipótesis del saber.»

Thomas Carlyle, Trabajar y no desesperarse, 1843

Después de siglos de adiestramiento, el hombre moderno ya no se puede imaginar, sin más, una vida más allá del trabajo. En tanto que principio imperial, el trabajo domina no sólo la esfera de la economía en sentido estricto, sino que también impregna toda la existencia social hasta los poros de la cotidianidad y la vida privada. El «tiempo libre», ya en su sentido literal un concepto carcelario, hace mucho que sirve para la «puesta a punto» de mercancías a fin de velar por el recambio necesario.

el trabajo domina no sólo la esfera de la economía en sentido estricto, sino que también impregna toda la existencia social hasta los poros de la cotidianidad y la vida privada

Pero incluso más allá del deber interiorizado del consumo de mercancías como fin absoluto, las sombras del trabajo se alzan también fuera de la oficina y la fábrica sobre el individuo moderno. Tan pronto como se levanta del sillón ante la televisión y se vuelve activo, todo hacer se transforma inmediatamente en un hacer análogo al trabajo. Los que hacen footing sustituyen el reloj de control por el cronómetro, en los relucientes gimnasios la calandria experimenta su renacimiento postmoderno, y los veraneantes se chupan un montón de kilómetros en sus coches como si tuviesen que alcanzar el kilometraje anual de un conductor de camiones de largas distancias. Incluso echar un polvo se ajusta a las normativas DIN de la sexología y a criterios de competencia de las fanfarronadas de las tertulias televisivas.

El «tiempo libre», ya en su sentido literal un concepto carcelario, hace mucho que sirve para la «puesta a punto» de mercancías a fin de velar por el recambio necesario […]

El hombre del trabajo ya no se da cuenta ni de que al asimilar todo al patrón trabajo, todo hacer pierde su calidad sensual particular y se vuelve indiferente. Al contrario: sólo por medio de esta asimilación a la indiferencia del mundo de las mercancías le puede proporcionar sentido, justificación y significado social a una actividad

Si el rey Midas vivió como una maldición que todo lo que tocaba se convirtiese en oro, su compañero de fatigas moderno acaba de sobrepasar ya esa etapa. El hombre del trabajo ya no se da cuenta ni de que al asimilar todo al patrón trabajo, todo hacer pierde su calidad sensual particular y se vuelve indiferente. Al contrario: sólo por medio de esta asimilación a la indiferencia del mundo de las mercancías le puede proporcionar sentido, justificación y significado social a una actividad. Con un sentimiento como el de la pena, por ejemplo, el sujeto del trabajo no es capaz de hacer nada; la transformación de la pena en «trabajo de la pena» hace, no obstante, de ese cuerpo emocional extraño una dimensión conocida sobre la que uno puede intercambiar impresiones con sus semejantes. Hasta el sueño se convierte en el «trabajo onírico», la discusión con alguien amado, en «trabajo de pareja», y el trato con niños, en «trabajo educativo». Siempre que el hombre moderno quiere insistir en la seriedad de su quehacer ya tiene presta la palabra «trabajo» en los labios.

Esta imprecisión conceptual prepara el terreno para una crítica de la sociedad del trabajo tan poco clara como habitual, que opera exactamente al revés, o sea, a partir de una interpretación positiva del imperialismo del trabajo. A la sociedad del trabajo se le reprocha, justamente, que aún no domine la vida lo suficiente con su forma de actividad porque, al parecer, hace un uso «demasiado estrecho» del concepto de trabajo, al excomulgar moralistamente del mismo el «trabajo propio» o la «autoayuda no remunerada» (trabajo doméstico, ayuda comunitaria, etc.), y considerar trabajo «verdadero» sólo el trabajo retribuido según criterios de mercado

El imperialismo del trabajo, en consecuencia, también se deja sentir en el uso común del lenguaje. No sólo estamos acostumbrados a usar inflacionariamente la palabra «trabajo», sino también a dos ámbitos de significado muy diferentes. Hace tiempo que «trabajo» ya no se refiere solamente (como correspondería) a la forma de actividad capitalista del molino-fin absoluto, sino que este concepto se ha convertido en sinónimo de todo esfuerzo dirigido a un fin y ha borrado así sus huellas.

Esta imprecisión conceptual prepara el terreno para una crítica de la sociedad del trabajo tan poco clara como habitual, que opera exactamente al revés, o sea, a partir de una interpretación positiva del imperialismo del trabajo. A la sociedad del trabajo se le reprocha, justamente, que aún no domine la vida lo suficiente con su forma de actividad porque, al parecer, hace un uso «demasiado estrecho» del concepto de trabajo, al excomulgar moralistamente del mismo el «trabajo propio» o la «autoayuda no remunerada» (trabajo doméstico, ayuda comunitaria, etc.), y considerar trabajo «verdadero» sólo el trabajo retribuido según criterios de mercado. Una valoración nueva y una ampliación del concepto de trabajo debería acabar con esta fijación unilateral y con las jerarquizaciones que se siguen de ésta.

Este planteamiento, por lo tanto, no se propone la emancipación de las imposiciones dominantes, sino exclusivamente una reparación semántica. La enorme crisis de la sociedad del trabajo se ha de superar, consiguiendo que la conciencia social eleve «verdaderamente» a la aristocracia del trabajo, junto con la esfera de producción capitalista, a las formas de actividad hasta ahora inferiores. Pero la inferioridad de tales actividades no es meramente el resultado de un determinado punto de vista ideológico, sino que es consustancial a la estructura fundamental del sistema de producción de mercancías y no se supera con simpáticas redefiniciones morales.

En una sociedad dominada por la producción de mercancías como fin absoluto, sólo se puede considerar riqueza verdadera lo que se puede representar en forma monetarizada. El concepto de trabajo así determinado se refleja imperialmente en todas las demás esferas, pero sólo negativamente, al hacerlas distinguibles en tanto que dependientes de él

En una sociedad dominada por la producción de mercancías como fin absoluto, sólo se puede considerar riqueza verdadera lo que se puede representar en forma monetarizada. El concepto de trabajo así determinado se refleja imperialmente en todas las demás esferas, pero sólo negativamente, al hacerlas distinguibles en tanto que dependientes de él. Las esferas ajenas a la producción de mercancías se quedan, por lo tanto, necesariamente en la sombra de la esfera capitalista de producción, porque no entran en la lógica abstracta de ahorro de tiempo propia de la economía de empresa; a pesar de que y justamente porque son tan necesarias para la vida como el campo de actividades separado, definido como «femenino», de la economía privada, de la dedicación personal, etc.

Una ampliación moral del concepto de trabajo, en vez de su crítica radical, no sólo encubre el imperialismo social real de la economía de producción de mercancías, sino que además se encuadra excelentemente en las estrategias autoritarias de administración estatal de la crisis. La exigencia, elevada desde los años setenta, de «reconocer» socialmente como trabajo plenamente válido también las «tareas domésticas» y las actividades en el «sector terciario», especulaba en un principio con aportaciones estatales en forma de transferencias financieras. No obstante, el Estado en crisis le da la vuelta a la tortilla y moviliza el ímpetu moral de esta exigencia, en el sentido del temido «principio de subsidiaridad», en contra de sus esperanzas materiales.

De este modo, una acrobacia de definiciones con el concepto de trabajo aún santificado, mal entendida como programa de emancipación, abre todas las puertas al intento del Estado de llevar a cabo la abolición del trabajo asalariado como supresión del salario, manteniendo el trabajo, en la tierra quemada de la economía de mercado

El canto de loa del «voluntariado» y del «trabajo comunitario» no trata del permiso para hurgar en las arcas estatales, de por sí bastante vacías, sino que se usa como coartada para la retirada social del Estado, para los programas en curso de trabajo forzoso y para el mezquino intento de hacer recaer el peso de la crisis sobre las mujeres. Las instituciones sociales oficiales abandonan sus obligaciones sociales con el llamamiento, tan amistoso como gratuito, dirigido a «todos nosotros» para combatir, en el futuro, la miseria propia y ajena con la iniciativa privada propia y para no volver a hacer reclamaciones materiales. De este modo, una acrobacia de definiciones con el concepto de trabajo aún santificado, mal entendida como programa de emancipación, abre todas las puertas al intento del Estado de llevar a cabo la abolición del trabajo asalariado como supresión del salario, manteniendo el trabajo, en la tierra quemada de la economía de mercado. Así se demuestra involuntariamente que la emancipación social hoy en día no puede tener como contenido la revalorización del trabajo, sino sólo su desvalorización consciente.

Así se demuestra involuntariamente que la emancipación social hoy en día no puede tener como contenido la revalorización del trabajo, sino sólo su desvalorización consciente.

Manifiesto contra el trabajo (XIII), 1999

Odio el trabajo, quiero vivir

Odio el trabajo, quiero vivir

13. La simulación casino-capitalista de la sociedad del trabajo

«Una vez que el trabajo en su forma inmediata ha dejado de ser la gran fuente de riqueza, el tiempo de trabajo deja de ser y tiene que dejar de ser su medida y, en consecuencia, el valor de cambio [la medida] del valor de uso. […] De esta manera, se desmorona la producción fundamentada en el valor de cambio y el proceso material inmediato de producción se desprende por sí mismo de la forma de la insuficiencia y la contrariedad.»

Karl Marx, Contribución a la crítica de la economía política, 1857-58

La conciencia social dominante se autoengaña sistemáticamente acerca del verdadero estado de la sociedad del trabajo. Las regiones desmoronadas son excomulgadas ideológicamente; las estadísticas del mercado de trabajo, falseadas descaradamente; las formas de empobrecimiento, mediáticamente ocultadas y simuladas. La simulación es desde luego la característica central del capitalismo de crisis. Lo mismo ocurre con la propia economía. Si como mínimo en los países occidentales principales sigue pareciendo posible, hasta el presente, que el capital pueda acumular también sin trabajo y que la forma pura del dinero, sin substancia alguna, pueda seguir garantizando la explotación del valor, esta apariencia se debe a un proceso de simulación de los mercados finanacieros. A modo de reflejo de la simulación del trabajo mediante medidas coercitivas de la administración democrática del trabajo, se ha ido formando una simulación de la explotación del capital mediante el desacoplamiento especulativo del sistema de crédito y de los mercados de acciones respecto a la economía real.

La conciencia social dominante se autoengaña sistemáticamente acerca del verdadero estado de la sociedad del trabajo. […] La simulación es desde luego la característica central del capitalismo de crisis. Lo mismo ocurre con la propia economía. 

Ni siquiera el empuje fordista de explotación en los tiempos del «milagro económico», después de la Segunda Guerra Mundial, fue un empuje autosustentador pleno. Sobrepasando ampliamente sus ingresos por impuestos, el Estado tomó créditos en una medida desconocida hasta entonces, porque de otra manera no se podían financiar las condiciones básicas de la sociedad del trabajo. El Estado hipotecó, por lo tanto, sus ingresos futuros reales. De esta forma, surgía, por un lado, una posibilidad de inversión capitalista-financiera para el capital dinero «excedente», que se prestaba al Estado a cambio de intereses. Éste cubría los intereses mediante créditos nuevos y volvía a poner inmediatamente en circulación el dinero prestado en el ciclo económico. De este modo, financiaba, por otro lado, los gastos sociales y las inversiones en infraestructuras y creaba así una demanda artificial, en sentido capitalista, porque no era cubierta con ninguna clase de empleo de trabajo productivo. El boom fordista fue alargado, de esta manera, más allá de su alcance verdadero, al ponerse la sociedad del trabajo a chupar de su propio futuro.

El boom fordista fue alargado, de esta manera, más allá de su alcance verdadero, al ponerse la sociedad del trabajo a chupar de su propio futuro. […] En realidad, la desregulación y la reducción de las tareas del Estado se compensan con los costes de la crisis, aunque sea en forma de gastos estatales en represión y simulación. En muchos Estados la cuota estatal incluso aumenta de este modo.

Este momento simulativo ya del proceso de explotación todavía aparentemente intacto, llegó a sus límites junto con el endeudamiento del Estado. Las «crisis de la deuda» estatales no permitieron un nueva expansión por tales caminos ni en el Tercer Mundo ni en los centros. Éste fue el fundamento objetivo para la cruzada victoriosa de la desregulación neoliberal, que, según la ideología, se debía ver acompañada de una bajada drástica de la cuota estatal en el producto social. En realidad, la desregulación y la reducción de las tareas del Estado se compensan con los costes de la crisis, aunque sea en forma de gastos estatales en represión y simulación. En muchos Estados la cuota estatal incluso aumenta de este modo.

Pero, debido al endeudamiento del Estado, ya no se puede seguir simulando la continuación de la acumulación de capital. Por eso, desde los años ochenta, la creación adicional de capital ficticio se trasladaba a los mercados de acciones. Hace tiempo que lo importante allí no son los dividendos, la parte de ganancias de la producción real, sino sólo las ganancias de cotización, el aumento especulativo de los valores de los títulos de propiedad hasta magnitudes astronómicas. La relación entre economía real y movimientos especulativos de los mercados financieros se ha invertido. El aumento especulativo de la cotización ya no se anticipa a la expansión económica real, sino que, por el contrario, simula el alza de una creación ficticia de valor, una acumulación real que ya no existe.

El ídolo trabajo está clínicamente muerto, pero se le mantiene con respiración artificial gracias a la expansión aparentemente independiente de los mercados financieros. Las empresas industriales tienen ganancias que ya no provienen de la producción, convertida hace tiempo en negocio deficitario, ni de la venta de bienes reales, sino de la participación de un departamento financiero «astuto» en la especulación de acciones y divisas. Los presupuestos públicos registran ingresos que ya no provienen de impuestos o de créditos solicitados, sino de la cómplice participación diligente de la Administración de Hacienda en el mercado de apuestas. Y las economías privadas, cuyos ingresos reales sustentados en sueldos y retribuciones se reducen drásticamente, se siguen permitiendo un alto nivel de consumo gracias a que hipotecan las ganancias de las acciones. Surge, así, una nueva forma de demanda artificial, que trae consigo, por otro lado, una producción real e ingresos estatales reales de impuestos «sin suelo bajo los pies».

El ídolo trabajo está clínicamente muerto, pero se le mantiene con respiración artificial gracias a la expansión aparentemente independiente de los mercados financieros. […] Este estado de cosas se percibe de una forma completamente desfigurada por la conciencia-fetiche de la sociedad del trabajo y también, precisamente, por los «críticos del capitalismo» de izquierdas y de derechas. Cautivados por el fantasma del trabajo, ennoblecido a una condición de existencia sobrehistórica y positiva, confunden sistemáticamente causa y efecto.

De esta manera, el proceso especulativo aplaza la crisis económica mundial. Sin embargo, dado que el aumento ficticio del valor de los títulos de propiedad sólo puede ser el anticipo de un uso futuro de trabajo real (en una cantidad proporcionalmente astronómica), que nunca más va a llegar, el fraude objetivado tiene que explotar después de un cierto tiempo de incubación. El derrumbamiento de los «mercados emergentes» en Asia, Latinoamérica y Europa del este ha sido sólo una primicia. El colapso de los mercados financieros de los centros capitalistas de los EEUU, la UE y Japón es sólo una cuestión de tiempo.

Este estado de cosas se percibe de una forma completamente desfigurada por la conciencia-fetiche de la sociedad del trabajo y también, precisamente, por los «críticos del capitalismo» de izquierdas y de derechas. Cautivados por el fantasma del trabajo, ennoblecido a una condición de existencia sobrehistórica y positiva, confunden sistemáticamente causa y efecto. La postergación provisional de la crisis mediante la expansión especulativa de los mercados financieros parece entonces justamente, al contrario, la supuesta causa de la crisis. Los «especuladores malos», eso se dice con más o menos pánico, quieren destrozar toda la hermosa sociedad del trabajo, porque se juegan, por pasárselo bien, todo el «buen dinero», del que «hay suficiente», en vez de invertir, de manera aplicada y respetable, en maravillosos «puestos de trabajo», con los que se pueda seguir dando «pleno empleo» a una humanidad de parias locos por trabajar.

Sencillamente no les entra en las cabezas que no es la especulación, ni mucho menos, la que ha paralizado las inversiones reales, sino que éstas han dejado de ser rentables desde la tercera revolución industrial y que los movimientos especulativos son sólo su síntoma. El dinero, que circula allí aparentemente en cantidades inagotables, hace tiempo que dejó de ser «bueno», en sentido capitalista, para pasar a ser sólo «aire caliente» con el que se siguió hinchando la burbuja especulativa. Todo intento de pinchar esa burbuja con cualquier clase de proyectos impositivos (la «tasa Tobin», etc.), para traer el capital dinero de nuevo a los molinos supuestamente «correctos» y reales de la sociedad del trabajo, sólo podrá terminar con el estallido tanto más rápido de la burbuja.

En vez de comprender que todos nosotros nos estamos volviendo inevitablemente no-rentables y que, en consecuencia, lo que hay que atacar, en tanto que obsoleto, es el criterio de la rentabilidad, junto con sus fundamentos de la sociedad del trabajo, se prefiere demonizar a «los especuladores»; tanto ultraderechistas como autónomos, probos funcionarios sindicales y nostálgicos keynesianos, teólogos sociales y tertulianos insignes y, en general, todos los apóstoles del «trabajo honrado» cultivan unánimemente esta imagen barata del enemigo. Sólo unos pocos son conscientes de que sólo hay un pequeño paso entre esto y la revitalización de la locura antisemita. Conjurar el capital real, de sangre nacional, «creador», contra el capital dinero, «judío»-internacional, «acaparador», amenaza con ser la última palabra de la izquierda-del-puesto-de-trabajo espiritualmente desamparada. Ya es, en cualquier caso, la última palabra de la de por sí racista, antisemita y antiamericana derecha-del-puesto-de-trabajo.

Manifiesto contra el trabajo (XII), 1999

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El fin del trabajo abstracto es el fin de la política

Manifiesto contra el trabajo

Grupo Krisis

12. El final de la política

La crisis del trabajo arrastra consigo necesariamente la crisis del Estado y, en consecuencia, de la política. En principio, el Estado moderno tiene que agradecerle su carrera al hecho de que el sistema de producción de mercancías necesite una instancia superior que garantice el marco de la competencia, los fundamentos legales y requisitos generales de explotación, además de los aparatos represivos, por si se da el caso de que el material humano, contraviniendo el sistema, se insubordinase. En su forma más desarrollada de democracia de masas, en el siglo XX el Estado ha tenido que hacerse cargo, de forma creciente, de tareas socioeconómicas. Entre éstas figuran no sólo la red social, sino también los sistemas educativo y sanitario, las redes de transporte y comunicación, infraestructuras de toda clase que se han vuelto indispensables para el funcionamiento de la sociedad industrial desarrollada del trabajo, pero que no se pueden organizar a su vez como proceso de explotación económica empresarial. Porque estas infraestructuras tienen que estar disponibles para toda la sociedad de manera constante y espacialmente exhaustiva y, en consecuencia, no pueden regirse por coyunturas de oferta y demanda del mercado.

[…] el Estado moderno tiene que agradecerle su carrera al hecho de que el sistema de producción de mercancías necesite una instancia superior que garantice el marco de la competencia, los fundamentos legales y requisitos generales de explotación, además de los aparatos represivos, por si se da el caso de que el material humano, contraviniendo el sistema, se insubordinase.

Dado que, sin embargo, el Estado no es una unidad autónoma de explotación y, por lo tanto, no puede convertir por sí mismo el trabajo en dinero, se ve obligado a sacar dinero del proceso de explotación real para financiar sus tareas. Si se agota la explotación, entonces se agotan también las finanzas del Estado. El supuesto soberano social se muestra completamente heterónomo frente a la economía ciega y fetichista de la sociedad del trabajo. Puede promulgar todas las leyes que quiera; cuando las fuerzas productivas crecen por encima del sistema del trabajo, el derecho positivo del Estado se ve abocado a un vacío que sólo puede remitirse siempre a sujetos del trabajo.

[…] el Estado ha tenido que hacerse cargo, de forma creciente, de tareas socioeconómicas. Entre éstas figuran no sólo la red social, sino también los sistemas educativo y sanitario, las redes de transporte y comunicación, infraestructuras de toda clase que se han vuelto indispensables para el funcionamiento de la sociedad industrial desarrollada del trabajo, pero que no se pueden organizar a su vez como proceso de explotación económica empresarial. Porque estas infraestructuras tienen que estar disponibles para toda la sociedad de manera constante y espacialmente exhaustiva y, en consecuencia, no pueden regirse por coyunturas de oferta y demanda del mercado.

Si se agota la explotación, entonces se agotan también las finanzas del Estado.

Las multinacionales obligan a los Estados que compiten por las inversiones a recurrir al dumping impositivo, al dumping social y al dumping ecológico.

Un paro de grandes dimensiones en crecimiento constante hace que se agoten los ingresos estatales procedentes de los impuestos sobre los ingresos por trabajo. Las redes sociales se rompen en el momento en que se llega a una masa crítica de «personas excedentes», a las que sólo se puede seguir alimentando, en sentido capitalista, con la redistribución de otras fuentes de ingresos. Con el rápido proceso de concentración del capital durante la crisis, que sobrepasa las fronteras económicas nacionales, también desaparecen los ingresos estatales por impuestos sobre las ganancias de las empresas. Las multinacionales obligan a los Estados que compiten por las inversiones a recurrir al dumping impositivo, al dumping social y al dumping ecológico.

De una forma velada y oculta, primero, y después abiertamente, entra en vigor la ley de la eutanasia social: puesto que eres pobre y «sobras», te tienes que morir antes.

Es exactamente esta evolución la que hace mutar al Estado democrático en un mero administrador de la crisis. Cuanto más se acerca el estado de emergencia financiera, más se reduce a su núcleo represivo. Las infraestructuras se hacen depender de las necesidades del capital transnacional. Como pasaba antes en los territorios coloniales, la logística social se restringe cada vez más a unos pocos centros económicos, mientras que el resto se hunde en la miseria. Se privatiza todo lo que se puede privatizar, aun cuando así se excluya a cada vez más gente de las prestaciones de aprovisionamiento más elementales. Cuando la explotación del capital se concentra en cada vez menor cantidad de islas del mercado mundial, deja de ser importante cubrir de manera exhaustiva las necesidades de aprovisionamiento de la población.

Mientras que no afecte a ámbitos directamente relevantes de la economía, da igual si los trenes funcionan y las cartas llegan. La educación se vuelve privilegio de los vencedores de la globalización. La cultura espiritual, artística y teórica se hace depender de las fluctuaciones del mercado y se extingue. El sistema sanitario se hace infinanciable y degenera en un sistema de clases. De una forma velada y oculta, primero, y después abiertamente, entra en vigor la ley de la eutanasia social: puesto que eres pobre y «sobras», te tienes que morir antes.

Aparte de la simulación represiva del trabajo mediante formas de trabajo forzado y mal pagado, y del desmontaje de todas las prestaciones sociales, el Estado democrático, transformado en sistema de apartheid, no tiene nada más que ofrecer a sus ex ciudadanos trabajadores.

A pesar de que todos los conocimientos, capacidades y medios de la medicina, la educación, la cultura y la infraestructura general están a disposición en gran abundancia, éstos se mantienen bajo llave, se desmovilizan y se desguazan, conforme a la irracional ley de la sociedad del trabajo objetivada en «reservas de financiación»; y lo mismo pasa con los medios de producción industriales y agrarios que ya no se pueden presentar como «rentables». Aparte de la simulación represiva del trabajo mediante formas de trabajo forzado y mal pagado, y del desmontaje de todas las prestaciones sociales, el Estado democrático, transformado en sistema de apartheid, no tiene nada más que ofrecer a sus ex ciudadanos trabajadores. En un estadio posterior termina por caer la propia administración del Estado. Los aparatos del Estado degeneran en una cleptocracia corrupta, el ejército en bandas armadas mafiosas y la policía en salteadores de caminos.

La fórmula democrática de la izquierda de «configuración política» de las circunstancias se desacredita cada día más. Aparte de represión permanente, desmontaje de la civilización y disposición a auxiliar a la «economía del terror», no hay nada más que «configurar».

Ninguna política del mundo puede frenar o revertir esta evolución. Puesto que la política, por su esencia, es un accionar respecto al Estado que, bajo las condiciones de la desestatalización, se queda sin objeto. La fórmula democrática de la izquierda de «configuración política» de las circunstancias se desacredita cada día más. Aparte de represión permanente, desmontaje de la civilización y disposición a auxiliar a la «economía del terror», no hay nada más que «configurar». Dado que el fin en sí mismo de la sociedad del trabajo es un presupuesto axiomático de la democracia política, no puede haber ninguna regulación político-democrática para la crisis del trabajo. El final del trabajo supone el final de la política.

Recordatorio sesión próximo Jueves 16 de Abril Seminario 2014-15

La crisis del trabajo abstracto es la crisis de un modelo de sociedad

La crisis del trabajo abstracto es una crisis total de la forma social 

Os recordamos que la octava sesión del Seminario Teoría Crítica del Valor-Trabajo II, sobre «El sujeto bajo el capitalismo», tendrá lugar el próximo jueves 16 de Abril de 2015, de 17:00 a 20:00 con un descanso intermedio, en la Librería Enclave, de la calle Relatores, 16, 28012, Madrid, teléfono 913 69 46 49. 

Manifiesto contra el trabajo (XI), 1999

El trabajo no es solamente la relación de transformación del hombre con la naturaleza

«Según mi parecer, no hay nada más abominable que una vida ociosa», dijo el negrero 

Manifiesto contra el trabajo

Grupo Krisis

11. La crisis del trabajo

«El principio moral fundamental es el derecho de los hombres al trabajo […] Según mi parecer, no hay nada más abominable que una vida ociosa. Ninguno de nosotros tiene derecho a algo semejante. En la civilización no hay sitio para gente ociosa.»

Henry Ford

«El capital es él mismo la contradicción en proceso [en tanto] que tiende a reducir el tiempo de trabajo a un mínimo, mientras que, por otro lado, pone el tiempo de trabajo como única medida y fuente de riqueza […] Por una parte, en consecuencia, llama a la vida a todos los poderes de la ciencia y la naturaleza, así como de la combinación social y la circulación social, a fin de hacer la creación de riqueza (relativamente) independiente del tiempo de trabajo que haya exigido. Por otra parte, quiere medir esas enormes fuerzas sociales, así creadas, según el tiempo de trabajo y encauzarlas en los límites que se requieren para mantener como valor el valor ya conseguido.»

Karl Marx, Contribución a la crítica de la economía política, 1857-58

Después de la Segunda Guerra Mundial, por un breve momento histórico, pudo parecer como si la sociedad del trabajo en las industrias fordistas se hubiese consolidado como un sistema de «prosperidad eterna», en el que lo insoportable del fin absoluto coercitivo se pudiese aliviar de manera permanente con el consumo de masas y el Estado social. Aparte de que semejante idea fue siempre una fantasía democrática de parias, que sólo se refería a una pequeña minoría de la población mundial, también iba a quedar desacreditada en los centros. Con la tercera revolución industrial de la microelectrónica, la sociedad del trabajo tropieza con su límite histórico absoluto.

Con la tercera revolución industrial de la microelectrónica, la sociedad del trabajo tropieza con su límite histórico absoluto.

Era de prever que se llegaría antes o después a ese límite. Porque el sistema de producción de mercancías adolece desde su nacimiento de una contradicción incurable. Por un lado, vive de chupar energía humana en cantidades masivas mediante la dilapidación de mano de obra en su maquinaria, cuanta más mejor. Por otro lado, la ley de la competitividad empresarial impone un crecimiento constante de la productividad, en la que la fuerza de trabajo humana se sustituye con capital en forma de conocimientos científicos.

Era de prever que se llegaría antes o después a ese límite. Porque el sistema de producción de mercancías adolece desde su nacimiento de una contradicción incurable.

Esta autocontradicción ya había sido la causa profunda de todas las crisis anteriores, entre ellas la atroz crisis económica mundial de 1929-33. Estas crisis, sin embargo, siempre se pudieron superar con mecanismos de compensación: cada vez que se alcanzaba una cima de productividad, después de un cierto tiempo de incubación y gracias a la expansión de los mercados a más estratos de compradores, se volvía a engullir, en términos absolutos, otra vez más trabajo del que antes se había eliminado por motivos de racionalización. El empleo de mano de obra por producto se reducía, pero en términos absolutos se producían más productos en una cantidad que permitía sobrecompensar esta reducción. Mientras que la innovación de productos superó a la innovación de procesos, se pudo traducir la autocontradicción del sistema en un movimiento de expansión.

El ejemplo más característico es el del coche: mediante las cadenas de montaje y otras técnicas de racionalización «científica» del trabajo (aplicadas por primera vez en la fábrica de coches de Henry Ford en Detroit) se reduce el tiempo de trabajo por coche al mínimo. A la vez el trabajo se densifica prodigiosamente, de forma que el material humano es mucho más esquilmado en el mismo lapso de tiempo.

De esta manera, se satisfacía en un grado mayor el hambre insaciable de energía humana del ídolo trabajo, pese a la producción en cadena racionalizada de la segunda revolución industrial del fordismo. Al mismo tiempo, el coche es el ejemplo central del carácter destructivo de los modos de producción y consumo altamente desarrollados de la sociedad del trabajo. En interés de la producción masiva de coches y del transporte individual masivo, se cubre de asfalto y se afea la naturaleza, se contamina el medio ambiente y, con indiferencia, se toma por normal que en las carreteras del mundo, un año sí y otro también, haga estragos una tercera guerra mundial no declarada, con millones de muertos y lisiados.

Con la tercera revolución industrial de la microelectrónica se desvanece el anterior mecanismo de compensación mediante expansión. […] Por primera vez, se elimina más trabajo por motivos de racionalización del que se puede reabsorber con la expansión de los mercados.

Con la tercera revolución industrial de la microelectrónica se desvanece el anterior mecanismo de compensación mediante expansión. Aunque mediante la microelectrónica también se abaratan, por supuesto, muchos productos y se crean otros nuevos (sobre todo en el ámbito de la comunicación); por primera vez, el ritmo de innovación de procesos supera el ritmo de innovación de productos. Por primera vez, se elimina más trabajo por motivos de racionalización del que se puede reabsorber con la expansión de los mercados. Como consecuencia lógica de la racionalización, la robótica electrónica sustituye la energía humana y las nuevas tecnologías de comunicación hacen el trabajo innecesario. Se arruinan sectores y ámbitos enteros de la construcción, la producción, el marketing, el almacenamiento, la distribución e incluso de la gestión. Por primera vez, el ídolo trabajo se somete involuntariamente a sí mismo a una estricta dieta permanente. Y con ella pone las bases de su propia muerte.

En medio de la riqueza reaparecen la pobreza y el hambre incluso en los propios centros capitalistas; una gran cantidad de medios de producción y campos de cultivo intactos permanecen en desuso; una gran cantidad de pisos y edificios públicos permanecen vacíos, mientras que la mendicidad aumenta sin parar.

Dado que la sociedad democrática del trabajo consiste en un autofinalista sistema madurado y autorregenerativo de consumo de mano de obra, dentro de sus formas no es posible introducir un cambio hacia la reducción generalizada del tiempo de trabajo. La racionalidad de la economía de empresa exige que, por un lado, masas cada vez más numerosas se queden «sin trabajo» de manera permanente y, de esta forma, se vean apartadas de la reproducción de su vida inmanente al sistema; mientras que, por otro, el número cada vez más reducido de «empleados» se vea sometido a unas exigencias de trabajo y de rendimiento tanto mayores. En medio de la riqueza reaparecen la pobreza y el hambre incluso en los propios centros capitalistas; una gran cantidad de medios de producción y campos de cultivo intactos permanecen en desuso; una gran cantidad de pisos y edificios públicos permanecen vacíos, mientras que la mendicidad aumenta sin parar.

El capitalismo se está convirtiendo en un espectáculo global para minorías. Empujado por la necesidad, el feneciente ídolo trabajo se está autofagocitando. En busca de alimento laboral restante, el capital hace saltar por los aires las fronteras de la economía nacional y se globaliza en una competencia de suplantación nómada. Regiones enteras se ven apartadas por las corrientes globales de capitales y mercancías. Con una ola sin precedentes históricos de fusiones y «compras no amistosas», las multinacionales se están armando para la última batalla de la economía de empresa. Los Estados y naciones desorganizados implosionan; los pueblos arrastrados a la locura por la lucha por la supervivencia, se lanzan a guerras de bandidaje entre ellos.

Con una ola sin precedentes históricos de fusiones y «compras no amistosas», las multinacionales se están armando para la última batalla de la economía de empresa. Los Estados y naciones desorganizados implosionan; los pueblos arrastrados a la locura por la lucha por la supervivencia, se lanzan a guerras de bandidaje entre ellos.

Anselm Jappe sobre La civilización del trabajo y su descomposición

ANSELM JAPPE en el curso de posgrado «EN EL HORIZONTE DE LA CRISIS. TEORÍA Y CRÍTICA DE LA SOCIEDAD CAPITALISTA»

Hola a todos y a todas,

os informamos de que la cuarta sesión del curso, titulada ¿Más allá del fetichismo de la mercancía? La civilización del trabajo y su descomposición, tendrá lugar el lunes 13 de abril a las 17:30 en el aula A-210 del Edificio A de la Facultad de Filología de la UCM.

La sesión correrá a cargo de Anselm Jappe, uno de los principales exponentes de la crítica del valor, cercanos a los grupos EXIT! y Krisis, y autor, entre otros, del libro Crédito a muerte. La descomposición del capitalismo y sus críticos (Logroño: Pepitas de calabaza, 2011).

La sesión constará de una ponencia titulada «¿Trabajo abstracto o trabajo inmaterial?«, seguida de un debate. Jappe realizará su exposición en italiano, pero repartiremos entre los asistentes el texto traducido. A continuación, habrá tiempo para un debate, en el que las preguntas serán con traducción simultánea.

Hay bastantes textos de Jappe traducidos al castellano. Además de su libro sobre Debord y sus textos publicados en la editorial Pepitas de calabaza (Crédito a muerte, El absurdo mercado de los hombres sin cualidades y el prólogo a El fetichismo de la mercancía y su secreto, de K. Marx), os señalamos una serie de textos disponibles en internet, el primero de los cuales es quizá el más afin al tema de la sesión:

Cambiar de caballo

–  ¿Libres para la liberación?

– ¿Ya se volvió obsoleto el dinero?

– Las sutilezas metafísicas de la mercancia

Saludos cordiales,
Jordi Maiso
José A. Zamora

http://enclavedelibros.blogspot.com.es/2015/04/encuentro-debate-criticar-el-valor.html

Manifiesto contra el trabajo (X), 1999

¿De qué edad a qué edad estamos en el trabajo?

¿De verdad que nuestro propósito en la vida sólo puede ser conservar este trabajo?

Manifiesto contra el trabajo

Grupo Krisis

10. El movimiento obrero fue un movimiento por el trabajo

«El trabajo tiene que empuñar el cetro, siervo debe ser sólo el que va ocioso, el trabajo debe regir el mundo, porque solo él es el fundamento del mundo.»

Friedrich Stampfer, En honor al trabajo, 1903

El movimiento obrero clásico, que vivió su auge mucho después del ocaso de las antiguas revueltas sociales, ya no luchaba contra los abusos del trabajo, sino que desarrolló una sobreidentificación con lo aparentemente inevitable. Lo que perseguía era sólo ya «derechos» y mejoras dentro de la sociedad del trabajo, cuyas imposiciones hacía tiempo que había interiorizado ampliamente. En vez de criticar radicalmente la transformación de energía humana en dinero como fin absoluto irracional, aceptó el «punto de vista del trabajo» y concibió la explotación económica como un orden de cosas positivo y neutral.

Así, el movimiento obrero hacía suyo a su manera la herencia del absolutismo, el protestantismo y la ilustración burguesa. De la desgracia del trabajo se pasó al falso orgullo de trabajar, que redefinió como «derecho humano» la domesticación propia en material humano del ídolo moderno. En cierta forma, los parias domesticados del trabajo le dieron la vuelta ideológicamente a la tortilla y desarrollaron un celo misionario, que les llevó a reclamar, por un lado, el «derecho al trabajo para todos» y, por otro, a exigir el «deber de trabajar para todos». La burguesía no fue combatida en tanto que portadora funcional de la sociedad del trabajo, sino que, por el contrario, fue insultada en nombre del trabajo por parasitaria. Todos los miembros de la sociedad, sin excepciones, tenían que ser reclutados a la fuerza para «los ejércitos del trabajo».

En vez de criticar radicalmente la transformación de energía humana en dinero como fin absoluto irracional, aceptó el «punto de vista del trabajo» y concibió la explotación económica como un orden de cosas positivo y neutral.

El movimiento obrero se convirtió así, él mismo, en pionero de la sociedad capitalista del trabajo. Fue él quien impuso los últimos escalones de la cosificación, en el proceso de desarrollo del trabajo, contra los torpes portadores funcionales burgueses del siglo XIX y principios del XX; de manera muy similar a como la burguesía se había convertido en heredera del absolutismo un siglo antes. Esto fue sólo posible porque los partidos obreros y los sindicatos, en el curso de su idolatración del trabajo, fueron tomando una actitud positiva respecto al aparato estatal y las instituciones de la administración represiva del trabajo, las cuales no querían abolir, sino ocupar ellos mismos, en una especie de «marcha a través de las instituciones». De esta manera hacían suya, lo mismo que antes la burguesía, la tradición burocrática de gestión sociolaboral de las personas iniciada con el absolutismo.

En cierta forma, los parias domesticados del trabajo le dieron la vuelta ideológicamente a la tortilla y desarrollaron un celo misionario, que les llevó a reclamar, por un lado, el «derecho al trabajo para todos» y, por otro, a exigir el «deber de trabajar para todos».

La ideología de la generalización social del trabajo exigía, no obstante, también una situación política nueva. En lugar de la división constante con «derechos» políticos distintos (por ejemplo, el derecho de voto según el grupo impositivo), en la sociedad del trabajo a medio imponer tuvo que irrumpir la igualdad democrática general del «Estado del trabajo» consumado. Y las desigualdades en el funcionamiento de la máquina de explotación, en tanto que ésta determinaba la totalidad de la vida social, tuvieron que compensarse «social-estatalmente». El movimiento obrero también proporcionó el paradigma para esto. Bajo el nombre de «socialdemocracia», se convirtió en el «movimiento civil» más grande de la historia, que no podía ser otra cosa que una trampa puesta a sí mismo. Porque en la democracia todo es negociable menos las imposiciones de la sociedad del trabajo, que se presuponen de manera más bien axiomática. Lo único que se puede discutir son las modalidades y maneras de aplicar dichas imposiciones. No queda más que la elección entre Ariel o Dixan, entre la peste y el cólera, entre ser un fresco o un tonto, entre Kohl y Schröder.

El movimiento obrero también proporcionó el paradigma para esto. Bajo el nombre de «socialdemocracia», se convirtió en el «movimiento civil» más grande de la historia, que no podía ser otra cosa que una trampa puesta a sí mismo. Porque en la democracia todo es negociable menos las imposiciones de la sociedad del trabajo, que se presuponen de manera más bien axiomática.

La democracia de la sociedad del trabajo es el sistema de dominio más pérfido de la historia: un sistema de autoopresión. Por eso, esta democracia no organiza nunca la determinación libre de los miembros de la sociedad sobre los recursos comunes, sino sólo la forma legal de las mónadas trabajadoras, separadas unas de otras, que tienen que dejarse la piel en el mercado compitiendo entre sí.

La democracia de la sociedad del trabajo es el sistema de dominio más pérfido de la historia: un sistema de autoopresión. […] Democracia es lo contrario de libertad.

Democracia es lo contrario de libertad. Y así, las personas trabajadoras democráticas acaban por degenerar, necesariamente, en administradores y administrados, en empresarios y empleados, en élites funcionales y material humano. Los partidos políticos, y principalmente los partidos obreros, reflejan fielmente esta situación en su propia estructura. Dirigentes y dirigidos, gente prominente y gente de a pie, líderes y simpatizantes son muestra de una situación que nada tiene que ver con un debate o una toma de decisiones abierta. Es un constituyente integral de esta lógica del sistema que las propias élites no puedan más que ser funcionarios heterónomos del ídolo trabajo y de sus resoluciones ciegas.

Como muy tarde desde los nazis, todos los partidos son partidos de trabajadores y, al mismo tiempo, del capital. En las «sociedades en vías de desarrollo» del Este y del Sur, el movimiento obrero mutó en el partido terrorista de Estado de la modernización aún por hacer; en Occidente, en un sistema de «partidos populares» con programas intercambiables y figuras mediáticas representativas. La lucha de clases se ha acabado porque se ha acabado la sociedad del trabajo. Las clases se muestran como categorías sociales funcionales de un sistema fetichista común, en la misma medida en que este sistema se extingue. Cuando la socialdemocracia, los verdes y los ex comunistas se hacen un hueco en la administración de la crisis y diseñan programas represivos especialmente mezquinos, entonces demuestran sólo que son los herederos legítimos de un movimiento obrero que nunca ha querido otra cosa que trabajo a cualquier precio.

Como muy tarde desde los nazis, todos los partidos son partidos de trabajadores y, al mismo tiempo, del capital. […] La lucha de clases se ha acabado porque se ha acabado la sociedad del trabajo. Las clases se muestran como categorías sociales funcionales de un sistema fetichista común, en la misma medida en que este sistema se extingue.